15 de enero de 2014

Un relato de Gavrí Akhenazi

La señora Nmunguê


Había leído acerca de la señora Nmunguê en los escritos del Comandante e inmediatamente había sentido una necesidad alterada por conocerla en persona y no a través de aquellas percepciones con las que en la letra se moldeaba el retrato.

Todas las tardes pensaba en “la mujer de caderas robustas como mesas con pan”, que albergaba en su casa a niños soldado rescatados, porque así ella había perdido a sus hijos propios: como niños soldado muertos.

Ahora, todos los niños soldado que manos diversas quitaban al infierno, eran sus hijos “y esta ancha matriarca poderosa que sonríe como ese hada madrina que precisa todo cuento triste, está aquí para devolver vida a tanto corazón de pájaro aturdido”.

A Paloma las descripciones del Comandante sobre el entorno en que se movían le parecían un mapa. 

Ella, entonces, las usaba como brújula para no perderse y saber qué decir a cada uno como si fueran una guía práctica de ese alrededor caluroso y ceñido que los mantenía en una especie de corral con polvo, mezclados con las gallinas, las cabras y unas vacas flacas y huesudas como esqueletos disfrazados con cuero.

El Comandante había dibujado con palabras a la señora Nmunguê “cuya ventana siempre canta. A veces, cuando ando como un equipaje extranjero por la calle hinchada de otras penas, me detengo junto a la ventana y la escucho cantar. La señora Nmunguê canta como un pájaro valiente que ha nacido para ser eterno. Un pájaro que le enseñará a cantar al resto de los pájaros para que les regresen otra vez las alas”.

El calor era intenso en aquella pequeña ciudad, de modo que los interiores de las casas se mantenían a oscuras, reclamando una frescura atenta en la que relajar el corazón.
Paloma había optado también por oscurecer de igual forma el despacho donde había terminado por asentar su dominio analista, para evitar esa invasión de un sol desmesurado que lo quemara todo antes de tiempo.

En ese interior umbroso, lleno de archivos que servían de poco y para los que aguardaba impaciente una orden de desalojo que el Sr. Hiroshi nunca producía, Paloma se sentía a veces como en un baúl lleno con libros de cuentos. Casi como un refugio en una ciudadela hecha de fantasías y de tierra.

Leía con fruición aquellas hojas abundantes aunque de breve contenido y se dejaba llevar por el idioma como por un perfume de la infancia, de esos perfumes que nos devuelven la felicidad, solía decirle a Kioni.

La teniente había descubierto al fin “la aventura de leer al jefe” que Paloma ocultó cuanto pudo. 

Kioni la regañó al comienzo, con un fastidio lento que pecaba de cómplice frente al entusiasmo de la otra por aquellas descripciones mágicas y terminó condescendiendo con el descubrimiento de otro mundo que Paloma le explicaba antes de que a las dos las alcanzara el sueño.

—Está bien. Pero deja todo como estaba, antes de que vuelva. El día que vuelve, todo debe estar en su lugar…No quiero que ya te mire mal desde el comienzo. Para echártelo en contra tendrás tiempo– había aceptado la teniente aquel afán lector que Paloma demostraba.

Kioni no hablaba demasiado a menos que algo la enojara pero le gustaba hacer gestos con la cabeza o con la boca. A veces también los hacía con la mano. Siempre decía poco de sí misma.

Paloma le había hecho solo exiguas preguntas que la reticencia de Kioni congeló. 
Para contarle de los suyos propios, Paloma había comenzado preguntándole por sus padres, casi como una estrategia comunicacional que la acercara a aquella compañera rústica y masculina con la que compartía la habitación nocturna.

Kioni, desde la cama contigua a la ventana pequeña que daba sobre el patio, dijo: “muertos”. Pero fue el tono de aquella palabra lo que alertó a Paloma de que en ese terreno no convenía pisar. Murmuró un “lo siento” suave, al que la otra contestó con un gruñido como hacían los hombres del equipo y todo lo posterior fue un gran silencio.
Largo rato después Kioni volvió la mirada hacia su compañera.

—¿Y los tuyos?– quiso saber–¿Tienes?

Los ojos negros estudiaban a Paloma con gesto pacífico.

—No me llevo bien con ellos. Hace demasiado tiempo que no me llevo bien con ellos.

—¿Estás buscando acercarte o alejarte?– quiso saber Kioni, ahora sin mirarla y con los ojos fijos en la pared contraria a las camas.

—No creo que me extrañen.– replicó Paloma.

—¿Y tú?¿Tú los extrañas?.. Yo casi no recuerdo a los míos. Son como figuras en los sueños.–agregó Kioni, casi inmediatamente a su pregunta– No se extrañan las figuras en los sueños. 

Ambas callaron. Luego Paloma apagó la luz.

Fue Kioni quien le enseñó con uno de sus gestos el hogar de la señora Nmunguê.

Paloma vio allí a la mujer, munífica y ancha, desplegarse como una fuerza múltiple capaz de detener tormentas y cañones.

Daba clase a los niños en el patio, bajo árboles menudos, en largas mesas de tablas y el sonido era amable y pródigo.

Había niños sin manos en su patio, sin brazos, niños con piernas amputadas y otros que parecían lejos, lejísimo de allí, sentados mudos dentro de una jaula de la que no salían para mirar la vida. “Niños amputados desde adentro hacia afuera”, había leído Paloma en los textos del Comandante que hablaban de la señora Nmunguê, cuando él habló también de todos esos niños.

Pero la risa acudía y se multiplicaba. Los niños hacían ese ruido a niños, a hogares con hijos, a familia grande. La vida estaba ahí, pensó Paloma.

Decidió continuar caminando para no incomodar a la señora Nmunguê y su montón de pájaros con esa curiosidad extranjera con la que Paloma miraba el discurrir del día en aquel patio.

No supo recordar si en su hogar había percibido ese ruido a familia numerosa que se expandía por sobre el calor mientras atardecía lentamente en la ciudad.

Quizás sí, ella y sus hermanos alborotaban en el jardín igual que los niños de la señora Nmunguê y su madre les servía refresco de limón bajo la pérgola, pero Paloma no alcanzaba a recordarlo. Su madre se iba borrando suavemente de todas sus vivencias como un fantasma que huye de la luz.

Su padre también era un ser esporádico que se había borrado del recuerdo, incluso mucho antes que su madre. Siempre estaba ocupado en su trabajo, en su negocio y en su vida de hombre muy atareado. Conversaba poco con sus hijos y no le interesaban las historias que Paloma inventaba, porque las consideraba una pérdida de tiempo y un desgaste inútil de los recursos de la mente. 

Los niños de la señora Nmunguê contaban cuentos formando un corro. Se escuchaban unos a otros con los ojos muy abiertos y asombrados y la boca anhelante de aire libre.
Paloma los observó con ansiedad, luego de intentar alejarse varios pasos que no se la llevaron. 

Permaneció en la calle, mirando hacia el jardín, como si la señora Nmunguê le hubiera rescatado a ella también la infancia en que todos los cuentos son posibles.


(De: El pájaro de seda - fragmento de la primera parte)


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