La señora Nmunguê
Había leído acerca de la señora Nmunguê en los escritos
del Comandante e inmediatamente había sentido una necesidad alterada por
conocerla en persona y no a través de aquellas percepciones con las que en la
letra se moldeaba el retrato.
Todas las tardes pensaba en “la mujer de caderas robustas
como mesas con pan”, que albergaba en su casa a niños soldado rescatados,
porque así ella había perdido a sus hijos propios: como niños soldado muertos.
Ahora, todos los niños soldado que manos diversas
quitaban al infierno, eran sus hijos “y esta ancha matriarca poderosa que
sonríe como ese hada madrina que precisa todo cuento triste, está aquí para
devolver vida a tanto corazón de pájaro aturdido”.
A Paloma las descripciones del Comandante sobre el
entorno en que se movían le parecían un mapa.
Ella, entonces, las usaba como brújula para no perderse y
saber qué decir a cada uno como si fueran una guía práctica de ese alrededor
caluroso y ceñido que los mantenía en una especie de corral con polvo,
mezclados con las gallinas, las cabras y unas vacas flacas y huesudas como
esqueletos disfrazados con cuero.
El Comandante había dibujado con palabras a la señora
Nmunguê “cuya ventana siempre canta. A veces, cuando ando como un equipaje
extranjero por la calle hinchada de otras penas, me detengo junto a la ventana
y la escucho cantar. La señora Nmunguê canta como un pájaro valiente que ha
nacido para ser eterno. Un pájaro que le enseñará a cantar al resto de los
pájaros para que les regresen otra vez las alas”.
El calor era intenso en aquella pequeña ciudad, de modo
que los interiores de las casas se mantenían a oscuras, reclamando una frescura
atenta en la que relajar el corazón.
Paloma había optado también por oscurecer de igual forma
el despacho donde había terminado por asentar su dominio analista, para evitar
esa invasión de un sol desmesurado que lo quemara todo antes de tiempo.
En ese interior umbroso, lleno de archivos que servían de
poco y para los que aguardaba impaciente una orden de desalojo que el Sr.
Hiroshi nunca producía, Paloma se sentía a veces como en un baúl lleno con
libros de cuentos. Casi como un refugio en una ciudadela hecha de fantasías y
de tierra.
Leía con fruición aquellas hojas abundantes aunque de
breve contenido y se dejaba llevar por el idioma como por un perfume de la
infancia, de esos perfumes que nos devuelven la felicidad, solía decirle a
Kioni.
La teniente había descubierto al fin “la aventura de leer
al jefe” que Paloma ocultó cuanto pudo.
Kioni la regañó al comienzo, con un fastidio lento que
pecaba de cómplice frente al entusiasmo de la otra por aquellas descripciones
mágicas y terminó condescendiendo con el descubrimiento de otro mundo que
Paloma le explicaba antes de que a las dos las alcanzara el sueño.
—Está bien. Pero deja todo como estaba, antes de que
vuelva. El día que vuelve, todo debe estar en su lugar…No quiero que ya te mire
mal desde el comienzo. Para echártelo en contra tendrás tiempo– había aceptado
la teniente aquel afán lector que Paloma demostraba.
Kioni no hablaba demasiado a menos que algo la enojara
pero le gustaba hacer gestos con la cabeza o con la boca. A veces también los
hacía con la mano. Siempre decía poco de sí misma.
Paloma le había hecho solo exiguas preguntas que la
reticencia de Kioni congeló.
Para contarle de los suyos propios, Paloma había
comenzado preguntándole por sus padres, casi como una estrategia comunicacional
que la acercara a aquella compañera rústica y masculina con la que compartía la
habitación nocturna.
Kioni, desde la cama contigua a la ventana pequeña que
daba sobre el patio, dijo: “muertos”. Pero fue el tono de aquella palabra lo
que alertó a Paloma de que en ese terreno no convenía pisar. Murmuró un “lo
siento” suave, al que la otra contestó con un gruñido como hacían los hombres
del equipo y todo lo posterior fue un gran silencio.
Largo rato después Kioni volvió la mirada hacia su
compañera.
—¿Y los tuyos?– quiso saber–¿Tienes?
Los ojos negros estudiaban a Paloma con gesto pacífico.
—No me llevo bien con ellos. Hace demasiado tiempo que no
me llevo bien con ellos.
—¿Estás buscando acercarte o alejarte?– quiso saber
Kioni, ahora sin mirarla y con los ojos fijos en la pared contraria a las
camas.
—No creo que me extrañen.– replicó Paloma.
—¿Y tú?¿Tú los extrañas?.. Yo casi no recuerdo a los
míos. Son como figuras en los sueños.–agregó Kioni, casi inmediatamente a su
pregunta– No se extrañan las figuras en los sueños.
Ambas callaron. Luego Paloma apagó la luz.
Fue Kioni quien le enseñó con uno de sus gestos el hogar
de la señora Nmunguê.
Paloma vio allí a la mujer, munífica y ancha, desplegarse
como una fuerza múltiple capaz de detener tormentas y cañones.
Daba clase a los niños en el patio, bajo árboles menudos,
en largas mesas de tablas y el sonido era amable y pródigo.
Había niños sin manos en su patio, sin brazos, niños con
piernas amputadas y otros que parecían lejos, lejísimo de allí, sentados mudos
dentro de una jaula de la que no salían para mirar la vida. “Niños amputados
desde adentro hacia afuera”, había leído Paloma en los textos del Comandante
que hablaban de la señora Nmunguê, cuando él habló también de todos esos niños.
Pero la risa acudía y se multiplicaba. Los niños hacían
ese ruido a niños, a hogares con hijos, a familia grande. La vida estaba ahí,
pensó Paloma.
Decidió continuar caminando para no incomodar a la señora
Nmunguê y su montón de pájaros con esa curiosidad extranjera con la que Paloma
miraba el discurrir del día en aquel patio.
No supo recordar si en su hogar había percibido ese ruido
a familia numerosa que se expandía por sobre el calor mientras atardecía
lentamente en la ciudad.
Quizás sí, ella y sus hermanos alborotaban en el jardín
igual que los niños de la señora Nmunguê y su madre les servía refresco de
limón bajo la pérgola, pero Paloma no alcanzaba a recordarlo. Su madre se iba
borrando suavemente de todas sus vivencias como un fantasma que huye de la luz.
Su padre también era un ser esporádico que se había
borrado del recuerdo, incluso mucho antes que su madre. Siempre estaba ocupado
en su trabajo, en su negocio y en su vida de hombre muy atareado. Conversaba
poco con sus hijos y no le interesaban las historias que Paloma inventaba,
porque las consideraba una pérdida de tiempo y un desgaste inútil de los
recursos de la mente.
Los niños de la señora Nmunguê contaban cuentos formando
un corro. Se escuchaban unos a otros con los ojos muy abiertos y asombrados y
la boca anhelante de aire libre.
Paloma los observó con ansiedad, luego de intentar
alejarse varios pasos que no se la llevaron.
Permaneció en la calle, mirando hacia el jardín, como si
la señora Nmunguê le hubiera rescatado a ella también la infancia en que todos
los cuentos son posibles.
(De: El pájaro de seda - fragmento de la primera parte)
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